Si quieres puedes llorar
Ahora Madrid. Ahora Buenos Aires...
Madrid, febrero de 1970
—Nos mudamos. Lo ha
dicho Don Miguel. Cuando pase el invierno nos vamos a Moralzarzar.
Aquellas palabras de mi
padre, pronunciadas con la voz más
helada y directa que he oído jamás, hacen temblar todavía los cimientos de mi
infancia, bien superados ya los treinta.
Yo en febrero de 1970
tenía diez años recién cumplidos. Alto para mi edad, delgaducho y moreno como
la familia de mi madre, era el único hijo de un matrimonio de emigrantes
andaluces de posguerra que buscaron el pan lejos de donde ya no había.
Mis primeros maestros decían que era un
completo holgazán, que el esfuerzo y sacrificio de mi familia no eran
correspondidos por mi parte. Por eso y porque día sí y día también me enzarzaba
en casi todas las peleas del patio de la escuela (incluídos los días de lluvia
y barro), mis manos fueron endureciéndose a base de vara de roble. Hasta recuerdo
como una maestra, Doña Mercedes, me recriminó que en Madrid ya estaban hartos
de enseñar a “tanto provinciano holgazán” y que “mejor nos hubiese ido con las
aceitunas en la tierra de mis padres y
abuelos”.
No era un buen estudiante,
y eso lo reconozco ahora desde la perspectiva que dan los años. Mi mente
entonces estaba ocupada en otros asuntos más placenteros, como los cromos de
jugadores de fútbol. A base de intercambiar ejemplares con mis amigos, pude
completar la mejor colección de todo el colegio, incluyendo en ella, claro
está, a mi jugador favorito. Como muchos críos de mi edad, yo admiraba e
idolatraba a José Martínez Sánchez, Pirri
para los futboleros. Con ocho años escribí su nombre en la parte trasera de
una camiseta interior. La camiseta fue directamente a la basura y la mano de mi
padre a mi mejilla, aunque los dos goles que
marcó Pirri aquél domingo atenuaron, en parte, mi dolor. Mi padre, sevillista hasta la médula, muy a
su pesar nunca pudo impedir mi madridismo y al final tuvo que dar su brazo a
trocer. Creo que fue una de las pocas batallas que le gané, por no decir la única.
Aquella gélida mañana de
invierno mis temores se convirtieron en realidad. Los cada vez más graves problemas
respiratorios de mi madre, asmática desde su infancia, hicieron pensar a los
doctores que mejor le vendría un poco de aire fresco en la sierra de
Guadarrama, para así poder combatir el gris y corrosivo ambiente que ya se
empezaba a respirar en algunas zonas de Madrid.
Mientras la buena de mi
madre, siempre al servicio de los demás, colocaba las sábanas de mi cama en su
sitio, el nombre de Moralzarzar retumbaba una y otra vez dentro de mi cabeza.
Moralzarzal, Moralzarzal… Ni siquiera sabía situarlo en el mapa, aunque
estuviese cerca de Madrid. ¿Cómo sería? ¿Habría niños de mi edad? ¿Cómo serían
su colegio, sus campos de fútbol, sus jardines? ¡Con lo a gusto que estaba yo en
mi Carabanchel!
Después de un compás de
espera en el que nadie terció palabra, mi padre, pensativo y con la mirada
perdida por la ventana de mi pequeña habitación —con
privilegiadas vistas a las obras de lo que posteriormente sería la M-30 — decidió romper el silencio que se mezclaba
con el humo de su cigarrillo.
—No dices nada. No me
gusta que no hables.
—¡Jo papá, yo no me
quiero marchar! A mi no me gustaría dejar el barrio. Aquí tengo a mis amigos,
mis vecinos…Y en ese pueblo perdido en la montaña no conocemos a nadie.
—Ya, tus amigos…esos con quienes te partes la
cara cada semana. Esos que, como tú, no tocan un libro ni por engaño. Esos que,
como tú, tienen a sus padres cada semana en el despacho del director del
colegio para descubrir qué novedad hay…tus
amigos…¡vaya cuarteto de holgazanes!
—replicó mi padre como si fuese un alcaide de prisión—. Mira por donde, creo
que este cambio te vendrá bien. Aquí los problemas pueden contigo… ¡y con tu
madre, que es lo peor del caso!
—Manolo, déjalo estar.
Bastante tiene con el cambio, ¿no crees? Además, no nos marchamos por su culpa,
sino por mi estado de salud. No lo pagues con él —dijo mi
madre, que casi siempre terciaba de mi parte.
—¡Clara, déjalo tú también!
Tanto mimo y tanto algodón harán de este vago un idiota acabado. Y si no, tiempo al tiempo —sentenció
mi padre mientras salía de la habitación.
—No le hagas caso, ¿de
acuerdo? Debes ser fuerte, como lo fue tu padre cuando tenía tu edad. Ya sabes
de qué te estoy hablando.
—Si, mamá, ya lo sé. Ya
sé lo del paseo del abuelo. ¿Cuántas
veces me lo habréis recordado? ¿Y qué culpa tengo yo de todo aquello? —repliqué enfurecido.
—Siempre que me haces
esa pregunta, ya sabes cuál es la respuesta. Ninguna, hijo, nin-gu-na. Pero la
vida es la vida y hay cosas que marcan la existencia de hijos…y nietos, como es
tu caso. Anda, sal, compra dos barras de pan en el despacho de Doña Virtudes y
págale la semana. Ya le he dicho que nos vamos. Ayer hablé con ella —concluyó
mi madre, que siempre tenía las palabras justas para cada momento—.
Aquella noche la pasé en
vela. Lo recuerdo como si fuese ayer. Me venían a la mente sensaciones de
temor, incertidumbre, pero al mismo tiempo de rabia e impotencia por no poder
revertir mi desesperada situación. Diez años y a otro pueblo. Todo nuevo: casa,
colegio, amigos… “Que asco de vida”, pensé.
Moralzarzal, abril de 1970
El autocar se detuvo en
la plaza de Moralzarzal. Tras un viaje cercano a las dos horas, metido en un
vetusto habitáculo donde la comodidad brillaba por su ausencia, pude poner pie
en tierra. El viaje no me sentó nada bien. Tan pronto bajé, gané la acera y
vomité.
Después de esperar un
buen rato en aquella polvorienta plaza de casas bajitas que se miraban unas a
otras, unos cuantos vecinos que cruzaban por allá nos miraron de arriba abajo como
si fuésemos extraterrestres. Al fin llegó un señor de corta estatura, barriga esférica, sombrero ajado en la cabeza y palillo
mordisqueado en los labios.
—¿Manolo Gil? ¿Es usted
Manolo Gil? Me envía Don Marcial por lo del trabajo de peón —preguntó a mi
padre.
—El mismo, para
servirle. Ella es mi esposa María y éste mi hijo Diego —respondió mi padre con
un tono tan afable que tuve que mirarle dos veces para comprobar que, sí,
efectivamente era mi padre quien hablaba.
—Muy bien. Bienvenidos
al pueblo. ¿Han tenido buen viaje? —preguntó amablemente.
—No nos podemos
quejar…¿verdad, Diegito? —dijo mi padre, incitándome con la mirada a entrar en
aquella conversación que él esperaba fuese de hombres.
—Bueno, a mi no me ha…
—A mi hijo todo esto le
va a sentar de maravilla, igual que a su madre, ¿verdad Clara? —terció mi padre
de nuevo, clavándome los ojos en mi rostro.
—Por supuesto. Los
médicos me han…nos han hablado muy bien de éste lugar. Aquí seguro que estaremos
como en casa —respondió mi madre, muy diplomática.
—Ya verán como sí, ya
verán. Aquí se está de maravilla. El invierno es duro, eso sí. Pero a partir de
la primavera, Moral es un paraiso. Cuando las nieves se derriten hay agua por
todos lados. Los críos crecen tranquilos. Somos un pueblo pequeño y nos
conocemos todos —contestó nuestro particular Cicerone—. No tenemos los lujos de
los que ustedes, los de la capital, disfrutan cada día. Pero no nos podemos
quejar.
“Ustedes los de la
capital”…Aquellas palabras me dejaron boquiabierto, y supongo que mucho más a
mi padre, quien nunca en su vida aceptó considerarse “de capital”. Ello hubiese
supuesto renunciar a su Martos natal…Pero en aquel momento tocaba tragárselas
con pan.
A los pocos minutos nos
detuvimos ante una casa de dos alturas, con fachada de piedra y puerta de
madera, situada a tres calles de la plaza. Inmediatamente comprendí que aquello
sería nuestro nuevo hogar, tan diferente al que habíamos dejado pocas horas
antes. Cuando nos acomodamos y don Francisco —que así se llamaba aquel señor— nos
abandonó, comprobé que, efectivamente, mi vida había cambiado para siempre.
—Mira tú por donde. Es
como volver al pueblo, pero con más frío —concluyó mi madre.
Moralzarzal, dos días después mi
llegada
—Eres el nuevo, ¿verdad?
Al oir aquéllas palabras
confieso que lo primero que se me pasó por la cabeza fue ignorar la opaca
pregunta que me llegaba por la espalda. Pero hay veces en la vida en las que
uno toma decisiones que cambian el devenir de los acontecimientos. Nunca sabré
porqué, pero lo cierto es que aquella tarde de primavera decidí volverme y
responder. Y cuando lo hice, la vi. No sé qué imagen debería mostrar mi rostro.
Tal vez una mezcla entre los rostros de quienes observan (y entienden) Las Meninas y quienes contemplan (y valoran)
a través de una vitrina la joya más hermosa del mundo. Lo cierto es que mi
mente sufrió un estado de bloqueo de tal magnitud, que aquella niña optó por intentarlo de nuevo.
—¿Te llamas Diego, no?
Diego Gil Arroyo…
—Si…si…vaya, que sí, que
soy Diego —respondí nervioso.
—Pues yo soy Alicia.
Alicia Herrero Gómez. Te he visto salir hoy de tu colegio. ¿Dónde vas ahora?
No podía creerlo. Apenas
hacía unos segundos que nos conocíamos y ya me estaba preguntando que hacia
dónde iba. Y yo, un mentecato integral, bloqueado como estaba y poco
acostumbrado a mantener conversaciones tan cercanas, y todavía sin atreverme a mirar
de cerca sus ojos azules y sus finos labios, respondí que iba a casa, pero que
no tenía prisa, que todavía quedaban dos horas de sol.
—Si quieres, te acompaño
—propuso ella.
—Vale. No tengo nada que
hacer esta tarde —mentí.
—¿Cómo que no? ¿Es que
piensas llegar mañana a clase sin los deberes hechos? —interrogó ella.
—Bu…bueno, claro que no.
Los iba a hacer ahora —improvisé.
—Pero si me acabas de
decir que no tenías nada que hacer. Anda, te acompaño hasta tu casa y yo me voy
a la mía, que está dos calles más arriba. Más te vale llegar mañana con los
deberes bien hechos al colegio.
Aquel encuentro y el
posterior paseo hasta mi casa se convirtieron en la primera vez que estuve con
Alicia. Con el paso del tiempo, reconozco que fue el inicio de una relación que
nos cambió la vida a los dos, en aquel momento mucho más a mi que a ella,
porque ella era buena estudiante y yo no. De hecho, puede que Alicia
protagonizase, sin saberlo, su primera sesión de orientación académica. Con el
paso de los años, juntos compartimos muchísimos más momentos: largos paseos por
las calles y alrededores del pueblo —especialmente a las fuentes de Matarrubia
y Cuatro Caños—, tardes enteras realizando los deberes, infinitas confidencias,
las divertidas batallas de copos de nieve, los primeros bailes en las fiestas
de septiembre desafiando al Frascuelo
y a nuestros padres, las primeras escapadas fuera de Moral…
Aquella tarde, mientras
esperaba a que mi madre abriese la puerta, y cuando ya se disponía torcer la esquina de mi calle, le
devolví la pregunta por la espalda:
—¿Cómo sabes que para
mañana tengo deberes, si tú vas al colegio de chicas?
—Es que en éste pueblo
uno se entera de todo.
Moralzarzal, junio de 1970.
Último día de clase
—Señor Diego Gil Arroyo,
acompáñeme a mi despacho, por favor.
Recuerdo aquel último
día de clase del curso 1969/1970 como uno de mis mejores día de colegio. No
porque fuese el último —que también— sino por la oportunidad que se me brindó
para enmendar mi pésima trayectoria como estudiante.
Cuando entré en su
despacho, confieso que me sentía como en el corredor de la muerte. Mis notas
presagiaban un castigo ejemplar, de esos que a uno le escuecen durante semanas.
Ante mi, y al otro lado de una ordenada mesa, mirada directa, franca y noble,
estaba sentado Don Miguel, uno de los maestros más jóvenes del colegio.
—Dime, Diego, ahora que
estamos solos tú y yo, ¿cómo están tus padres?
—Pues bien, gracias Don
Miguel —respondí perplejo.
—Y tu madre, ¿qué dicen
los médicos?
—Dicen que todavía es
pronto, pero que todo parece ir mejor. Aquí le cuesta menos respirar.
—Me alegro, me alegro.
No obstante, hay un tema que, lejos de alegrarme, me preocupa y mucho. Supongo
que sabrás de qué te estoy hablando, ¿verdad?
—Si, claro, de mis
notas. Es que a mi no me gusta estudiar, me
se da muy mal —respondí con los ojos clavados en el suelo.
—Diego, mírame. Lo
primero que debe hacer un hombre es mirar a los ojos de quien le está hablando.
Luego, todo lo demás. Ante todo, muéstrate como un hombre. Mira, Diego, voy a
hablarte con franqueza, sin ánimo de reprenderte. En estos pocos meses que
llevas aquí, me he dado cuenta de dos cosas. La primera es que, siendo un niño
inteligente, eres completamente zopenco. Estás desaprovechando tus aptitudes. Eres
perspicaz pero no atiendes. ¡Ya querrían otros tener tu capacidad para entender
la lección a la primera! Debes reflexionar sobre lo que te digo. Debes
recuperar el tiempo perdido. ¡Ah! Y se dice se
me, recuerda el truco: primero la se-mana,
después el mes.
—Perdón Don Miguel. Pero
el curso finaliza hoy. ¿Cómo puedo recuperar el tiempo perdido? Con las notas
que tengo, mis padres me van a castigar varias semanas —respondí intentando
entender aquél truco lingüístico.
—Deberás realizar en
verano aquello que no has hecho durante el curso. Cuando nos volvamos a ver
aquí, me enseñarás los ejercicios de todos las materias. También comprobaré tus
faltas de ortografía, porque tus redacciones duelen a la vista, muchacho. Es
una oportunidad que te doy para que mejores.¿Qué me dices?
—Muchas gracias, Don
Miguel. Pero mis padres no van a creer todo lo que me está diciendo. Creerán
que les estoy mintiendo —respondí con cierto desánimo.
—Como tantas veces, como
tantas veces… Pero de eso no te preocupes. Ayer estuvieron aquí, sentados donde
ahora estás tú. Saben que confío en ti. Ahora no debes fallarles, ni a mi
tampoco. ¿Estamos de acuerdo?
—Estamos de acuerdo.
Muchas gracias, Don Miguel.
Aquel apretón de manos
que nos dimos fue para mí el inicio de una relación que suposo, con el tiempo,
un punto de inflexión en mi vida académica. Aquel día, Don Miguel, un joven
maestro de escuela, de talla más bien alta, zamorano de origen y recién venido
de impartir clases en la tierra de mis padres, apostó decididamente por mi.
Ahora, muchos años después, sigo estándole eternamente agradecido, así como
tantas y tantas generaciones de alumnos que tuvieron la suerte de asistir a sus
clases.
Antes de salir de su despacho,
mientras él abría un libro de historia, le pregunté:
—¿Y la segunda?
—¿Cómo? ¿La segunda? —respondió
sorprendido.
—Antes ha dicho que se
había dado cuenta de dos cosas sobre mi. ¿Cuál es la segunda?
—Ah si, claro…¿la
segunda “cosa” tiene unos ojos azules, larga melena rubia y sonrisa de
caramelo? —preguntó pícaramente.
—Bueno…si está usted
pensando en Alicia, somos amigos. Es con quien mejor me llevo de todo el pueblo
—respondí ruborizado.
—¡Vaya por Dios! —respondió
esbozando una leve sonrisa—. ¡Aquí, quien no corre vuela!
Cuando salí del colegio, mis notas eran las
peores de la clase. Me atrevería a decir que las peores de todo el colegio. Sin
embargo, mi moral y mi sensación de confianza estaban por las nubes. Aquel día
Don Miguel me convirtió en estudiante.
Cima del Canto Hastial, Sierra de
Guadarrama
13 de agosto de 1981
—Pues he de reconocer
que tenías toda la razón. Por poco me muero, pero ahora reconozco que ha valido
la pena. ¡Vaya! No me lo puedo creer, una psicóloga dándole la razón a un
arquitecto chiflado —dijo Alicia después de la subida.
—Claro, lista, a toro
pasado…Mira que he tenido que tirar de tozudez para hacerte subir —repliqué con
sorna.
—Venga, no te quejes. Más
me cuesta a mi convencerte de que es imposible que España gane el mundial del
próximo año. Serás iluso…¡España, ganar un mundial de fútbol!
—Alicia, ssshhh,
escucha…¿oyes? —le pregunté mientras ella permanecía apoyada en mi pecho.
—No. No oigo nada de
nada. ¿Tu sí?¿Viene alguien? Mira que ya sería una casualidad…
—No. No viene nadie. Y
no, no se oye nada. Es eso precisamente, que aquí no se oye nada. Solamente tu
voz y la mía, nada más. Pocos lugares tan expuestos pueden llegar a ser tan
íntimos, ¿no crees?
—Es verdad. Este lugar
tiene algo especial. Moral a nuestros pies, tú y yo solos…Me gusta estar aquí
contigo y que me protejas con tus brazos... Ojalá podamos estar siempre en
Moral. Ojalá se detuviese el tiempo…
—No digas eso mujer. Yo
no quiero que se detenga el tiempo para nada. Si se detuviese, no podrías
escuchar lo que quiero decirte…
Alicia, que siempre ha
sido mucho más perspicaz e inteligente que yo, intuyó por dónde iban los tiros.
Su tez se ruborizó, sus ojos me miraban con nerviosismo y noté cómo su pulso,
igual que el mío, se aceleraba a medida que nuestros rostros empezaban a rozarse.
—Eres la mujer de mi
vida y lo sabes. Cuando llegué a Moral todo era negro y tú encendiste la luz. No
podría imaginar mi vida sin ti… —y cuando mi mano sacó del bolsillo de mi chaqueta un pequeño
estuche negro con incisiones doradas, Alicia se volvió hacia mi, y antes de
ofrecerme el beso más cálido y dulce de toda mi vida, me dijo:
—Si quiero.
Hospital Univarsitario La Paz.
Madrid, 27 de septiembre de 1985
—¿Diego Gil Arroyo? —preguntó
la enfermera.
—Si, soy yo —contesté hecho
un manojo de nervios.
—Enhorabuena, tiene
usted una niña preciosa. Y una mujer valiente, ya lo creo.Ya puede pasar.
Los pocos metros que
recorrí desde la sala de espera hasta la habitación donde estaba Alicia me
parecieron más largos que el segundo tiempo de un Osasuna-Valladolid. Cuando
entré y vi a las dos mujeres de mi vida —que la buena de mi madre me perdone,
cosa que doy por segura— confieso que sentí como si un ejército de millones de
hormigas recorriesen todo mi cuerpo. Incrédulo, nervioso, pálido —según me dijo
días después Alicia— me acerqué a ella y le dije entre lágrimas:
—Es preciosa, como tú.
Te quiero, te quiero…os quiero.
—Cógela, anda…tómala en
tus brazos, que la hija quiere conocer a su padre —respondió Alicia con voz
todavía débil.
Cuando sostuve en mis
brazos aquel cuerpecito tan pequeño, tan perfecto, tan fuerte a pesar de tener
horas de vida, me sentí el hombre más feliz del mundo. Era padre, y ante mi
abría sus grandes ojos María, nuestra hija, la hija de una psicóloga y de un
joven arquitecto que, según decían, tenía un brillante y prometedor
futuro. A mi en aquél momento mi futuro
me importaba un comino. A mi me importaba lo que tenía en brazos y la mujer
que, desde la cama de aquella habitación, me miraba agotada, pero inmensamente
feliz.
Moralzarzal, verano de 1995
—Que historia tan
bonita, papá. ¿Puedes contármela otra vez?
—Claro que si, hija.
Pero ahora no. Anda, duérmete, que mañana madrugaremos mucho. ¡Mañana vamos a
volar!
—Papá ¿tú tienes pena?
—Claro que tengo pena,
mi vida. Igual que la tienes tú y la tiene mamá. Pero ya verás como todo irá
bien. Ahora, duérmete.
—Papá, ¿tú lloraste
cuando los abuelos te dijeron que tenías que venir a vivir a Moral?
—No lloré, porque el abuelo
Manolo decía que llorar es de niñas.
—Entonces, yo que soy
niña, ¿puedo llorar?
—Buena pregunta. No
importa si eres niño o niña. Claro que puedes llorar. Piensa que dejas todo tu
mundo para conocer otro nuevo, como me sucedió a mi cuando tenia tu edad.
Llorar no es de niñas ni de niños. Llorar es de valientes. Hay mucha gente que
llora a escondidas porque no quiere que le vea nadie. Llorar no es malo, hija. Si
quieres puedes llorar…
Cuando salí de la
habitación de mi hija se me vino el mundo encima. Sollozando, llegué a la
cocina, donde me esperaba Alicia. Sobre la mesa, tres billetes de avión con
destino a Buenos Aires fueron testigos de una cena hecha a base de silencio como aperitivo, miedo de primer plato y tristeza de segundo. Unos pequeños
pasitos rompieron aquella lánguida escena. María, que había salido de su cama, me abrazó y nos sirvió a mi y a mi esposa el
mejor postre posible para aquella ocasión:
—Papá, mamá, os quiero
mucho.
Y volvió a su
habitación.
Aquella noche comprobé,
a los treinta y cinco años, que la vida es un ciclo. Sin poder dormir, me vino
a la cabeza un lejano sábado de febrero, cuando yo tenía diez años y no quería
salir de Carabanchel. Las mismas sensaciones, pero un cuarto de siglo después.
El final de una vida en Moralzarzal. Un cambio que, como en mi infancia,
arrastraba consigo a terceros. Entoces fueron los maltrechos pulmones de mi
madre. Ahora, una irrechazable oferta de trabajo en Argentina. Un mar de dudas
se extendía ante de mi, pero por encima de todo, mi hija, nuestra hija. ¿Cómo
encajaría aquel cambio? ¿Cómo le afectaría dejar un pueblo de mil habitantes
para vivir en una ciudad de más de un millón de almas?
Barrio de Belgrano. Buenos Aires.
Septiembre de 1995. Inicio de
la primavera en Argentina.
A la salida del colegio Casto
Munita.
—Vos sos la nueva, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Vos sos María, la chica
española…la nueva, como por acá la
llaman —respondió el joven—. Yo soy Ariel, Ariel Rade. Si queréis podemos ir
juntos a casa. Vivo dos calles más allá de la vuestra…
—Vale. No tengo nada que
hacer esta tarde—mintió María.
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