"Le faltarán, al menos, un
par de centímetros para alcanzar la barra del trapecio". Aquella sentencia
pesaba sobre él cuando puso la pelota sobre la cal embarrada. Había centenares
de ojos rosarinos clavados en aquel diablo que siempre se deslizaba con el
balón pegado al pie, inalcanzable, hasta la meta rival.
Silba el árbitro. Arquero y
pateador se miran. El uno contra el diez. Zurdazo y gol. La vecina del tercero
grita mientras tiende la ropa del mecánico que está a pie de la cancha. Locura:
se ganó.
Éxtasis en el barrio, eco en la prensa
y llamada desde Barcelona.
Y luego, como un torrente
imparable, vino todo lo demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario