RELATO DE UN PEQUEÑO TROZO DE MADERA
Ahora que han pasado dos milenios y desde éste apartado lugar,
silencioso y frío, quiero que todos conozcan mi historia y como mi
vida se cruzó con la de otro ser. Alguien a quien, a pesar del paso del tiempo,
sigo sintiendo dentro de mi.
Jerusalén, año 33 después del
nacimiento de Jesús.
Año decimonoveno del mandato del
emperador Tiberio.
Aquél día fue, con toda
seguridad, el más caluroso de todos los que recuerdo. Mis iguales y yo no
recordábamos nada semejante. Como una premonición de lo que estaba a punto de
ocurrir, las altas temperaturas que azotaban la región de Judea eran
demoníacas. Yo era uno de los cipreses más afortunados, pues aquella parte del
bosque estaba orientada hacia el norte y el plomizo calor se hacía más llevadero.
Sin embargo, el bochorno que a todos nos castigaba se tornó angustia cuando
vinieron.
Al principio llegaron pocos. Tal vez tres o cuatro. Pero con el paso
de las horas, aquellos soldados romanos, acompañados por decenas de esclavos,
cercaron todo el bosque y empezaron su macabro trabajo. Todos nosotros,
expuestos y sin opción ninguna de defensa, esperábamos angustiados el amargo
momento. Un centurión, acompañado por cuatro esclavos, hablaba con uno que
parecía ser el interlocutor. Después de una breve y parca conversación, el
esclavo comenzó a examinar los árboles presentes. Hizo un pequeño examen alrededor
de unos cuantos, utilizando sus expertos ojos y sus arrugadas manos, que
palpaban nuestros troncos buscando un buen ciprés, sano, fuerte, esbelto.
La macabra búsqueda del esclavo
se detuvo frente a mi. Con gesto decidido, llamó al centurión, indicándole que
ya había encontrado el ciprés que buscaba. Y ese era justamente yo.
El primer hachazo a penas levantó
corteza. El esclavo que asía el hacha tenía un aspecto famélico. Sus delgados y
largos brazos no transmitían fuerza a sus golpes. Rápidamente fue sustituido
por otro más robusto, más joven y con
más destreza. Fue entonces cuando los cortes en mi tronco empezaron a ser visibles.
El hacha cortaba una y otra vez, dejando un gran tajo que me producía un
horrendo dolor. Después de más de treinta hachazos, aquella tortura hizo que me
desmoronase en pocos minutos,
desprendiendo una resina que en poco tiempo endurecería para siempre. A rato,
un grupo de esclavos me envolvió con cadenas y, tirados por dos caballos, nos
trasladaron a mi y a muchos más a Jerusalén.
El viaje fue largo y penoso.
Arrastrados por la seca tierra judía, decenas de cipreses, convertidos ya en
troncos a medio cortar, sufríamos una tortura y
erosión demoledoras. Como si de nuestro particular Via Crucis se tratase, nos arrastraron haciendo que infinitos
trozos de nuestra corteza se quedasen en el camino. Al fin, después de una
jornada entera, fuimos depositados en un viejo almacén, donde numerosos troncos
aguardaban turno para ser desmembrados, cortados , trasladados y vendidos para
diferentes fines humanos.
Yo fui de los primeros. Con la
mañanera luz del día, los trabajos de serrado y cortado no tardaron en comenzar.
Como si de mantequilla se tratase, aquellas viejas herramientas cortaban a mis
iguales sin piedad. Llegado mi turno, confieso que sentí el final de mi vida
tan cerca como se siente el corazón de un hombre si se pega el oído a su pecho.
Pero tuve suerte. Otros no la tuvieron, pero yo sí. Otros eran convertidos en
pequeños tacos o simples varas de madera. Yo, en cambio, a penas sufrí más
amputaciones. Simplemente, me perfilaron con cincel. Ahora, con el paso de los
años, creo que aquello fue una señal, una señal que entendería pocos días
después. Convertido en un tablón alargado, poco pulido y apenas embellecido, fui
cruzado con otro mucho más largo que yo, de forma que entre los dos dábamos cuerpo
a una tosca cruz de la cual yo formaba su travesero.
Al poco tiempo, fui trasladado al palacio del
gobernador Poncio Pilatos, quien personificaba el poder del imperio romano en
la rebelde y poco agradecida Judea. Desde mi posición pude observar como,
delante del mismo gobernador- quien mostraba fatiga y hastío en su rostro-se
encontraban dos hombres. Al fondo, una gran multitud esperaba ansiosa.
Pilatos tomó la palabra. El
gentío cayó repentinamente.
-¿A quién queréis? Hablad ahora,
judíos. Decid, ¿a quién queréis que os entregue con vida?
-¡A Barrabás! ¡Salva a Barrabás!
¡Condena al Nazareno y entréganos a Barrabás!-respondió unánime la chusma,
agolpada como ratas de bajel.
Pilatos hizo un ademán a uno de
sus guardias. Barrabás fue devuelto a la calle. El segundo hombre permanecía en
silencio, con la mirada clavada en el suelo, impasible, quieto. Era delgado y
sus negros y largos cabellos ocultaban parte de su rostro. Por todo su cuerpo
se adivinaban señales de tortura. Pude adivinar numerosos golpes de látigo que
teñían de rojo su piel. Una corona de espinas regaba de sangre su rostro.
-Ya has oído. El pueblo ha
elegido. No tengo elección. ¿No dices nada? ¿Tampoco ahora? Tu silencio te ha
condenado. Lleváoslo i crucificadlo-sentenció el romano.
Mientras un esclavo vertía agua
sobre las manos del gobernador romano, dos soldados asieron a aquél hombre por
ambos brazos. Yo, que todavía no adivinaba cuál era mi papel en aquella escena,
de repente empecé a comprender.
Los soldados obligaron al
torturado a coger la cruz de la que yo formaba parte. Sin queja ni protesta, el
hombre me levantó y empezó a caminar. Con bastante dificultad bajó por unas
viejas escaleras de piedra hasta ganar la calle. La muchedumbre se agolpaba a
su paso. Los soldados imperiales a penas lograban contenerla.
Su paso era lento, pero no
cesaba. Su rostro era la viva imagen de la tortura y el dolor, pero no gemía ni
protestaba. El gentío le increpaba, escupía y lanzaba todo tipo de menesteres.
Alguno de ellos cayeron sobre mi. El largo y doloroso camino le llevó a
desfallecer tres veces. Un hombre robusto y bien parecido me cogió y me llevó por unos instantes, hasta que el
látigo del centurión le condujo de nuevo entre la gente. Entonces, el condenado
volvió a cogerme. El tacto de sus dedos, aún siendo torturado hasta el límite,
era cálido. Nunca he olvidado aquellos dedos, finos, llenos de sangre pero
también de vida. Aquellas manos no eran como las de los demás.
Después de varios minutos de duro
y angustioso caminar, el condenado, yo y la comitiva llegamos a un pequeño
monte situado a las afueras de Jerusalén, conocido como Gólgota. El condenado
cayó al suelo. A penas tenía fuerzas, pero no salió de su boca quejido alguno.
¿Cómo se puede aguantar tanto dolor sin rebelarse? ¿Cómo se puede sufrir tanto
sin la rebeldía? ¿Quién era? ¿Y por qué recibía tal castigo?
Dos soldados me lanzaron al
suelo. Instantes después, colocaron el cuerpo del condenado sobre mí. Sentí de
inmediato su sudor, su sangre, su dolor...Un dolor que compartimos ambos cuando
uno de los romanos atravesó al tiempo sus manos y mis astillas con dos largos clavos de hierro.
Sentí su sangre dentro de mi savia. Sentí su dolor dentro de mi ser. El
condenado gimió de angustia, pero ninguna palabra salía de sus labios. Ninguna
protesta. Ninguna queja. Los que miraban, no daban crédito y, sobrecogidos por
su silencio, simplemente callaban.
Al momento, los dos formábamos un
solo cuerpo. Hombre y madero. Condenado y cruz. Dos hombres nos clavaron en un
soporte de hierro para luego introducirlo en la tierra. Desde mi posición pude
ver como la gente se agolpaba, pero los insultos cesaban. Los que quedaban
cambiaron su rostro. ¿A qué clase de criminal sujetaba? ¿Quién era aquél a
quién el destino me había unido para siempre? Minutos después, los soldados
clavaron a ambos lados a dos reos más. Dos cruces más. Dos hombres y dos
árboles más. Los tres ocupábamos la parte más alta de aquél maldito monte
Gólgota.
La multitud fue dispersándose.
Poco a poco fuimos quedándonos solos, vigilados por soldados de Roma para
evitar un posible rescate. Al rato, uno de los soldados, tal vez enfurecido con
el condenado o tal vez por puro tedio, lanzó su pilum clavándola en el costado de aquél hombre medio moribundo,
quien gimió hasta lo indecible. Otro legionario, tal vez para seguir con el
juego del anterior, mojó una esponja en vinagre y le ofreció de beber. El
condenado retiró hacia atrás su rostro, clavándome parte de las espinas que
coronaban su ensangrentada cabeza. Mientras los dos soldados se mofaban, una
fina voz interrumpió la escena:
-Dejadle. Ya ha sufrido más de lo
que cualquier hombre puede soportar. Por piedad, dejad que muera sin más
torturas. Os lo ruego.
Uno de los soldados preguntó:
-¿Quienes sois?
-Soy María, su madre. El es Juan,
uno de sus amigos.
-Ah, si, uno de sus
seguidores...Nuestras órdenes son vigilar al condenado hasta su muerte y
posterior sepultura. Mientras agoniza, tenemos permiso para...jugar con él.
Vigilar crucificados puede aburrir, mujer, así que procuramos entretenernos,
¿verdad Marcelo?
Los dos guardias rieron con sorna.
María tomó de nuevo la palabra.
-Por piedad, no hagáis que sufra
más. Su dolor es el nuestro. Dejadle morir. ¡Dejad que se encuentre con su
padre en paz!-replicó la anciana mujer, rota por el dolor y apenas
sosteniéndose en pie.
Uno de los soldados hizo un gesto
de asentimiento y se retiraron a cierta distancia, pero sin perderles de vista.
Entonces pude ver como aquella vieja mujer y su joven acompañante miraron al
condenado. Sus rostros, pálidos y ajados, estaban cruzados de arriba a abajo por la angustia y
el dolor. De sus labios podían adivinarse diferentes plegarias, seguramente
recitadas en hebreo, pidiendo por aquél a quien yo sostenía desde hacía pocas
horas. De repente, la mujer habló.
-¡Jesús, hijo mío! ¿Por qué, por
qué? ¡No, no quiero perder a mi hijo!
Y entonces, en aquél preciso
instante, después de saber su nombre, oí su voz. Por primera vez desde que
aquel condenado se cruzó en mi vida, pude oir su voz.
-Mujer, he ahí tu hijo.
Y clavando sus ojos en el joven
que acompañaba a su madre, volvió a decir:
-He ahí a tu madre.
Pocos instantes después, el
crucificado, haciendo un último y inhumano esfuerzo, gritó:
- Elí, Elí, lemá sabactani!
Y acto seguido, dejó de respirar.
Noté como su cuerpo, ya inerte, dejó de transmitir calor. Su cabeza quedó
inclinada hacia abajo, sus manos desprendidas, sus ojos cerrados.
La escena, aterradora, fue
seguida por un intenso silencio. Era primera hora de la tarde y el cielo empezó
a oscurecerse. Poco a poco, finas gotas de lluvia comenzaron a caer des del
cielo. El frío apareció de repente. El viento arreció y los caballos de los
soldados relincharon nerviosos. La lluvia caía con más fuerza. Los pocos que
quedaban en el monte Gólgota buscaron refugio ante aquella tormenta inesperada.
El sol desapareció. La luz del día se tornó tiniebla. Solamente permanecían los
dos soldados, María y Juan. Unos por deber. Otros, por amor. La sangre de Jesús
se mezclaba con el barro. Sobrecogido por la escena, asustado y buscando cierta
respuesta, uno de los soldados dijo:
-En verdad éste es hijo de Dios.
Pasaron varios minutos. Después
de comprobar su muerte, los soldados procedieron a separar a Jesús de mi madera.
María reclamó el cuerpo, pero los romanos, empapados hasta los huesos, se
negaron.
-Tenemos órdenes de llevarnos su
cuerpo, mujer.
-Esas órdenes han cambiado.
Una voz grave y cauta interrumpió
la escena.
-¿Quién eres tu, viejo? ¿Y cómo
te atreves a cuestionar una orden del gobernador?-inquirió uno de los soldados.
-Soy José de Arimatea. Vengo a
reclamar el cuerpo. Traigo un permiso de tu gobernador Pilatos.
El soldado leyó el documento.
Después de una breve conversación con su compañero, ambos se retiraron.
María, Juan y aquél hombre, de edad ya avanzada, descolgaron el
cuerpo. Quitaron los clavos de sus manos y pies, dejando al descubierto seis
heridas: tres en sus carnes y tres en mi madera. Al poco tiempo, envolvieron el cadáver con un
sudario y se lo llevaron. Yo quedé solo, en medio de aquél monte, aparentemente
olvidado.
Pasaron muchos años. Roma creció.
Su imperio amplió conquistas. Roma era el centro del mundo pero la ciudad de
los Césares tenía un debate interno. Desde que Jesús murió sobre mi, sus
seguidores fueron aumentando hasta convertirse en una amenaza para el orden
imperial. Aún estar proscritos, su fe era recta, ciega, inquebrantable. Los
sucesores de Tiberio no pudieron dominar a aquellos primitivos seguidores de
Jesús, quienes, ocultos bajo tierra, seguían creyendo en las palabras del
crucificado. Hasta que, tres siglos después, llegó al poder Constantino, un
emperador que supo entender la situación. Constantino legalizó el cristianismo.
Aconsejado por su madre, Helena, Constantino ordenó buscarme, pues para los
cristianos yo era una reliquia, un elemento que les unía con Jesús. Constantino
quería justificar con mi hallazgo un nexo fuerte con los seguidores de la nueva
religión. Hallándome a mi, ganaría la paz cristiana.
Llegaron una fría mañana de
primavera. Según el calendario juliano, pasaban dos días de las calendas de mayo.
Habían transcurrido casi tres siglos desde mi encuentro y pasión con Jesús. El
paso del tiempo me había desgastado, pero todavía conservaba gran parte de mi
tamaño. Era ya apenas un pedazo del ciprés que un día fui, sepultado a varios
metros bajo tierra. Justo encima de mi los romanos construyeron un templo, en
el mismo lugar donde Jesús sufrió junto conmigo, pero éste fue demolido. Una
orden femenina así lo dispuso. Helena, la madre del emperador Constantino,
había venido a buscarme.
Aquél día la luz del sol volvió a
iluminar mis viejas astillas. Sentí calor de nuevo. Fue mi particular
resurrección. Si un día sufrí mi calvario, ahora gocé con mi vuelta a la vida.
Vidas paralelas la de Jesús y la mía.
A los pocos instantes, de entre
los excavadores de aquel derruido templo apareció una mujer. Su avanzada edad
no le menguaba su noble aspecto. Era Helena, la madre del emperador. Con voz
serena y determinante, preguntó al viejo judío:
-¿Cuál de ellas es?
El viejo, sin dudarlo, me asió
con cautela, sacándome del gran escondite.
-Ésta, mi señora.
-¿Cómo puedo estar segura? Hay
varios maderos-preguntó de nuevo la patricia romana.
-Os aseguro que es ésta. Los dos orificios
a ambos lados no dejan dudas. Mi familia la ha custodiado durante once
generaciones.
-Está bien. Pero antes de sacarla,
acercad a ése enfermo. ¡Guardia!
El guardia acercó hasta mi a un
viejo moribundo que a penas podía sostenerse en pie. Al tocarme, experimenté la
misma sensación que cuando lo hizo Jesús. Era como si sus manos fuesen las
mismas. A través del enfermo, era Jesús quien me tocaba. El enfermo caminó y
salió sin ayuda. Los allí presentes no articularon palabra alguna.
-No hay duda de que no
mientes-sentenció la noble mujer.
Un soldado romano entregó al
viejo una bolsa que parecía estar repleta de monedas. El viejo desapareció sin
cogerla. La mujer me observó con emoción, como la madre que encuentra a su hijo
después de una larga búsqueda. Me abrazó. Me acarició. Y oró junto a mi. Aquél
instante me devolvió al pasado, cuando otra madre recuperó el cuerpo de su
hijo. De aquello hacía ya tres siglos y
sin embargo, su recuerdo me era muy intenso todavía.
Dos soldados me trasladaron. Con
sumo cuidado, fui envuelta con finos paños y depositada en un carro sobre una
mullida capa de paja. Me condujeron hasta un templo nuevo, donde fui expuesta. Mi
situación cambió. Pasé de estar sepultada bajo tierra tres siglos a ser
barnizada con aceite cada día. Miles de peregrinos me visitaban diariamente.
Viéndome a mi, estaban más cerca de Jesús. Yo era el nexo entre su mundo y el
hijo de Dios.
Desde aquél momento, volví a la
vida. Y ahora, convertido en un pequeño trozo de madera, conservado dentro de
una urna de cristal de un pequeño
monasterio en el occidente europeo, contemplo el paso del tiempo. Han pasado
más de dos mil años, y todavía le siento. Todavía recuerdo su tacto, su voz, su
determinación ante el dolor. Todavía recuerdo su calvario, su corona de
espinas, las burlas de sus vecinos, los insultos del pueblo, la mirada de su
madre, las vejaciones de los soldados. Todo lo viví. Yo fui su cruz. Y para mi
suerte, El mi salvación.
Muchos le han imitado. Muchos le
han escrito, cantado, rezado, alabado, pintado e incluso esculpido. Pero solo
yo, un pequeño trozo de ciprés, le he sentido.
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